Pero poco se dice sobre la promesa que lo moviliza y las fuerzas que buscan frenarla. En efecto, si el plebiscito de 1988 ofrecía traer la alegría ante la prolongada dictadura, ¿cuál es la promesa del plebiscito de 2020? ¿Y cuáles son sus adversarios?
Uno podría optar por la respuesta institucional. Es decir, la promesa de entregar un camino de salida a una crisis política e institucional, cuyos fundamentos son de larga data. No está en disputa el fin de todos los problemas de la noche a la mañana, como pretende atribuirle la caricatura conservadora. Pero sí la apertura -o no- de una ruta compartida, un horizonte identificable, con plazos y mecanismos en que todos y todas tendremos algo que decir. Esta promesa es, por ende, la de algunas certezas para un país cansado de incertidumbre.
Pero así como la recuperación democrática de 1990 fue una bocanada de libertad, hoy lo central no pasa por lo meramente institucional.
El plebiscito de hoy es el de la esperanza. Hemos sido removidos por tal acumulación de crisis -política, sanitaria, económica, de confianza, de convivencia- que uno de los grandes adversarios ha sido la parálisis. El acuerdo de noviembre pasado, al poner en marcha el proceso constituyente, nos devolvió la capacidad de esperar que algo positivo podía resultar de tantos abusos y violencias. La parálisis fue vencida.
Pero luego surgió un nuevo adversario a la promesa de la nueva Constitución. Es un viejo conocido, lo conocemos de la misma manera que conocemos a sus creadores: es el miedo, básico y burdo. Cualquier observador de estas semanas de campaña ha visto cómo la desinformación y la mala fe han buscado ensuciar el proceso constituyente mediante la confusión, pero -sobre todo- mediante la recurrente agitación del miedo. Los mismos que anunciaban un apagón nacional cuando se detuvo el proyecto de HidroAysén, los mismos que alertaban sobre la hecatombe del sistema financiero con el retiro del 10%, ahora nos hablan de mayor violencia, endeudamiento e incluso otras rarezas diabólicas. El Gobierno, por indecisión o por desinterés, ha sido poco relevante para impedirlo.
Frente a esto, a la oposición le ha faltado fuerza para sostener un relato consistente. Presas de intereses individuales, algunas fuerzas progresistas han gastado más tiempo en calcular qué beneficio electoral podrían sacar de esta movilización transformadora que en ponerse realmente al servicio de dar solidez a la esperanza que representa la nueva Constitución. Seamos claros: si no se ha logrado construir una promesa, es porque nos seguimos demorando en precisar el proyecto al cual queremos convocar.
A una semana de este hito, en que Chile hará oír su voz en las urnas, confiemos en el impulso de la esperanza para derrotar nuestras demoras y a los adversarios del miedo. Pocas veces los chilenos y las chilenas hemos tenido la oportunidad de sentirnos tan claramente protagonistas de nuestra historia. Esperemos el veredicto del 25 de octubre.
Contenido publicado en El Mercurio