Es un duro golpe la decisión del Gobierno de Chile de no firmar el acuerdo de Escazú. Se trata de una idea que surgió durante el primer gobierno de Sebastián Piñera y luego, durante el gobierno de Michelle Bachelet, el país empujó y copresidió la negociación junto a Costa Rica. Un esfuerzo de liderazgo de Estado y de cooperación multilateral para avanzar en transparencia y justicia ambiental, que hoy Chile abandona junto a un grupo minoritario, entre ellos Cuba, Venezuela y El Salvador, frente a otros 22 países que ya lo han ratificado o firmado.
Cunde la inquietud con las razones que esgrime el gobierno. Primero fue el Presidente Piñera justificando su negativa por una supuesta cesión de soberanía. Luego la ministra Schmidt explicando que la negativa se basa en que Chile ya implementa en su legislación nacional los objetivos del Acuerdo de Escazú. Recientemente, el ministro Allamand ha dicho que se están estudiando las implicancias que puede significar para el ordenamiento de nuestras normas por la jerarquía del acuerdo. Esto, pese a que esta misma administración firmó en 2018 el Acuerdo de Minamata, que tiene exactamente la misma cláusula de resolución de controversias que Escazú, que por lo demás es una cláusula estándar en este tipo de convenios. La única forma que Chile pudiera llegar a la Corte Internacional de Justicia a través de Escazú es que el país le otorgue esa competencia y acepte estar en esa instancia.
Cualquiera sea la razón de fondo, no se es consistente con la creciente preocupación de la ciudadanía y de los Estados para encauzar los legítimos conflictos ambientales por vías institucionales. Ante ello, el estándar de Escazú entrega más y mejores herramientas para avanzar en estos desafíos, ayuda a la toma de decisiones y avanza en el control y transparencia. El acuerdo es parte de la solución y no del problema.
En un escenario de desconfianza general en la relación entre el Estado, las empresas y las comunidades frente a proyectos de inversión, el Acuerdo de Escazú sienta las bases para nuevos y mejores procesos de participación ciudadana. Un diálogo y procedimientos bien implementados van a favorecer un entorno más seguro y propicio para la inversión, para las comunidades, y ayudará a reducir los conflictos socioambientales.
La existencia de visiones distintas para valorar impactos ambientales o proteger componentes ambientales es inevitable. Sin embargo, el Estado no puede seguir apostando a modelos voluntarios de relacionamiento con la comunidad, renunciando a su rol y dejando que la desconfianza se apodere de las decisiones.
El 26 de septiembre vence el plazo para decidir firmar el Acuerdo de Escazú. Obviamente, el tiempo pasó sin convencer al gobierno sobre la conveniencia de tener mejores instrumentos de política pública que integre la visión de la ciudadanía. El Gobierno perdió una oportunidad y se ganó un problema.
Contenido publicado en La Segunda