El año 2020 cierra con la peor crisis económica de la historia latinoamericana: una caída de la actividad productiva que la Cepal estimó esta semana en 7,7 %. De acuerdo con el Fondo Monetario Internacional, es una de las peores recesiones del mundo, similar a la de Europa occidental y solo superada por la de la India.
Las proyecciones indican que la economía de la región solo se recuperará parcialmente en 2021. Como, además, los cinco años previos a la crisis actual fueron de crecimiento casi nulo, estamos inmersos en nueva década perdida, 2015-2024, que puede ser peor que la de los años ochenta del siglo pasado. Además, profundiza un período largo de lento crecimiento económico: 2,7 % anual en 1990-2019 vs. 5,5 % en 1950-1980.
Los efectos sociales son devastadores. En el segundo trimestre se perdieron 47 millones de empleos, según la Cepal y la OIT, y aunque se recuperaron 12 millones en el tercero, fue fundamentalmente en trabajos de baja calidad. A la creciente informalidad se agregan los bajos niveles de protección social. Como resultado de ello, 45 millones adicionales de personas ingresarán a la pobreza, lo que representa una década y media de retroceso en este campo.
La crisis hace parte, por supuesto, de la peor recesión mundial desde la Gran Depresión de los años treinta del siglo pasado. Pero los factores internacionales no son la causa fundamental de la gravedad de la crisis latinoamericana. De hecho, en términos de las perturbaciones de origen externo, esta es una de las menos graves de la historia.
Esto es particularmente cierto en materia financiera. Es cierto que el apoyo financiero multilateral ha sido limitado, en especial por la falta de capital adecuado del BID y la CAF, los dos principales bancos multilaterales que apoyan la región.
Sin embargo, el financiamiento privado se recuperó desde mediados de abril. De esta manera, la interrupción del financiamiento externo solo duró dos meses vs. doce durante la crisis de 2008-2009, y varios años después de las anteriores. Ese financiamiento privado se ha hecho, además, a tasas de interés que para muchos países son las más bajas de la historia y a plazos muy favorables.
El comercio internacional se desplomó inicialmente, pero también se recuperó en unos seis meses, también mucho más rápido que durante la crisis de 2008-2009. Además, con la excepción de los productos energéticos, no hubo una disminución de los precios de los productos básicos que exporta la región y muchos de ellos están aumentando en la actualidad.
También en contra de la expectativa de una fuerte disminución de las remesas, como la que se produjo en 2009, estos ingresos han aumentado 4,8 % entre enero y septiembre, según la Cepal. La situación es, sin embargo, heterogénea: beneficia sobre todo a los países cuyos familiares han migrado a Estados Unidos.
La gravedad de la crisis se asocia, por lo tanto, a factores internos. En primer término, la región fue uno de los epicentros mundiales de la pandemia por varios meses. En segundo lugar, sucedió a cinco años de pésimo desempeño económico. Y la capacidad fiscal para enfrentar la crisis ha sido limitada en casi todos los países: aunque ha habido acciones positivas, sobre todo de apoyo a los hogares pobres y vulnerables, el gasto adicional ha sido reducido si se compara con el que han otorgado los países desarrollados.
Más allá de las medidas de reactivación, que deben orientarse ante todo a recuperar el empleo, es esencial, por lo tanto, revisar a fondo las políticas de desarrollo. Tenemos que dejar de ser una de las regiones del mundo con mayores niveles de desigualdad, así como la menos dinámica del mundo en desarrollo. Es hora, en otras palabras, de repensar a fondo las reformas de mercado, cuyos resultados han sido francamente insatisfactorios.
JOSÉ ANTONIO OCAMPO / Contenido publicado en El Tiempo