Hoy el foco de la opinión pública está puesto en las expectativas de la consagración de más y mejores derechos sociales. Este asunto tiene su propio mérito, sin duda. Con todo, me interesa llamar la atención sobre un aspecto que pudiera ser una condición para la realización de dicha agenda política: la institucionalización de una eficacia igualitaria del Derecho o, como se le suele llamar, el “acceso a la justicia”.
Como enfatizó la filosofía política moderna, el rol de Estado -quizás el más elemental, aunque no el único- es el de proveer reglas públicas que permitan determinar lo que es lícito e ilícito en la sociedad. De ese modo, cada persona puede alegar que su derecho ha sido vulnerado sobre una base públicamente conocida. Pues bien, tales reglas públicas pierden su relevancia práctica, para las personas, si no existen instituciones que permiten ejecutar forzosamente las reglas o sancionar su incumplimiento. La percepción de impunidad ante el fraude y el abuso puede generar sentimientos de frustración y resentimiento, minando la lealtad de los individuos hacia las reglas jurídicas.
En Chile, el Poder Judicial es lento, pero no por pereza, sino porque está bastante exigido, probablemente más allá de sus capacidades. Entonces, ¿cómo volver más eficaz el Derecho en Chile? Dicho de otro modo, ¿cómo lograr un acceso efectivo a la justicia? Creo que hay dos caminos que pueden explorarse en este sentido:
1) La transformación de los procedimientos escritos en orales. Las cifras oficiales de los años 2018 y 20191 muestran que los tribunales que funcionan con procedimiento orales (familia, laboral y penal) son más rápidos que el procedimiento civil (escrito). El promedio de duración de aquellas causas es menor a 1 año (2018, 2019), mientras que en el procedimiento civil (escrito) puede demorar, en promedio, 4.8 (2018) o 5.5 (2019) años. En los procedimientos penales son más causas las que concluyen que las que ingresan (p. ej., en 2019 ingresaron 610.015 casos a los Juzgados de Garantía y concluyeron 662.863). En cambio, en tribunales civiles ingresan anualmente aprox. un 30% más de causas que las que concluyen (2018, 2019).
2) Una regulación sistemática de las potestades jurisdiccionales de la Administración y su promoción. La Administración, a diferencia de los tribunales civiles, tiene una competencia acotada y especializada. Las instituciones fiscalizadoras se diferencian por materia (Superintendencias de Salud, Educación, Electricidad y Combustibles, etc.), salvo la Contraloría General de la República, que conoce todo tipo de asuntos. Además de su especialización, en estas instituciones es posible iniciar procedimientos sin la necesidad del patrocinio de un abogado, lo que elimina una importante barrera de acceso a la justicia. En efecto, los servicios jurídicos de mayor calidad se pagan, mientras que los servicios gratuitos, como los de la Corporación de Asistencia Judicial, dependen del esfuerzo enorme de los pocos abogados que trabajan en ella, quienes deben coordinar a un conjunto rotativo de practicantes poco o nada experimentados que cada seis meses transfieren sus causas a otros. Hoy, las únicas personas que tienen garantizado constitucionalmente el acceso a servicios jurídicos de abogados son quienes cometen delitos (art. 19, N° 3, inc. 4, Constitución Política de la República o “CPR”). Hay buenas razones para ello, pero también para ampliar este derecho. En virtud de aquél, la Defensoría Penal Pública es uno de los pocos servicios públicos, o quizás el único, que brindan un servicio jurídico masivo prestado por abogados. En mi opinión, es posible promover exitosamente las potestades jurisdiccionales de la Administración, estableciendo adecuados mecanismos de control por parte del Poder Judicial, dado que la Administración obraría, en tales casos, como un juez inquisitivo (tramitaría de oficio el procedimiento). Hoy existen órganos que ya ejercen ese tipo de potestades (p. ej., la Superintendencia de Electricidad y Combustibles resuelve reclamos entre partes; lo mismo la Subsecretaría de Telecomunicaciones; el Intendente de Fondos y Seguros Previsionales de Salud, de la Superintendencia de Salud, puede actuar como árbitro arbitrador en conflictos entre cotizantes o beneficiarios y FONASA o las ISAPRES; etc.).
La primera medida propuesta depende de una reforma legal que, desde hace tiempo, está en trámite (la reforma al Código de Procedimiento Civil). La segunda solución sugerida depende de una nueva regulación constitucional. Actualmente, la Constitución identifica el ejercicio de la jurisdicción con la actividad del Poder Judicial (art. 76, CPR), siguiendo una fórmula muy tradicional y simplificadora. Sin embargo, teóricamente el asunto no tiene por qué ser así. La jurisdicción -en la teoría- es una potestad del Estado que puede ser delegada en los órganos que establezca la ley, los que pueden ser tribunales (orgánicamente regulados como tales) o no. Negar el ejercicio jurisdiccional de la Administración no ayuda a proveer respuesta a la necesidad de acceso a la justicia en sociedades desiguales (donde no todos pueden pagar abogados), con gran cantidad de población y conflictos cotidianos (p. ej., impide tener un SERNAC con potestades para resolver conflictos entre consumidores y proveedores). Me parece imperativo que la nueva Constitución pueda abrir esta puerta de acceso a la justicia, la de la Administración, dentro de un marco razonable de control judicial (frenos y contrapesos). El problema, anticipo, no es que la Administración ejerza jurisdicción, sino como controlarla. En este sentido, aunque el Poder Judicial no debe ser el único que pueda ejercer dicho poder, debe ser su guardián supremo, lo que se materializa en que sea el único cuyas sentencias -diría Kant- sean irrevocables (MdS, §48), subordinando a los demás.
Andrés Peñaloza Muñoz
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